Otra vez... Un
cuento de Navidad
Un
brindis por la gratitud
La cena de Navidad prometía ser breve, pero ahora que los
primeros platos se están vaciando, ha comenzado a tejerse un diálogo
interesantísimo capaz de eternizar los últimos puñados de nueces, confituras y
turrones. De modo que no me molestaría
si esta inesperada sobremesa familiar, a la que mi abuela ha sumado a dos o
tres vecinos solitarios, se prolongara, incluso, hasta la hora del
desayuno.
Como
buena anfitriona, a medida que los nuevos invitados se acomodan en sus sillas,
ella va colgando sus abrigos en las ramas añejas del árbol que luce erguido en
el centro de la sala. No se parece en
absoluto al pino navideño que todo el mundo adorna el 8 de diciembre. Es, en
cambio, un generoso sauco al que hemos recurrido desde siempre para curar la
tos, combatir el insomnio y aliviar las migrañas o el dolor de garganta con el
té de sus hojas.
Aquel
arbusto, en el que mi madre y cada uno de mis tíos se han amparado durante su
infancia, hoy se encapricha en extender sus raíces orgullosas más allá de los
límites lógicos o ilógicos del comedor, elevando los pisos de las habitaciones,
la biblioteca, el baño y la cocina. Esta noche sus ramilletes de flores casi
rozan los platos, una verdadera extrañeza en época de nevada.
Importunada
por el ir y venir de las mariposas al ras de las copas ya servidas, la mayor de
mis primas dispara, con fastidio, su pregunta:
— ¡Abuela! ¿Cuándo vas a quitarlo de aquí dentro?
—Nunca —la oigo responder, mientras el aire le dibuja un silencio
perfecto para que hilvane allí su auténtico deseo, su esperanza.
—Pues en otras navidades, cuando
yo ya no esté, él habrá de recordarte cómo
brindar el mejor refugio a quien alguna vez supo ayudarnos…
Silvia
Gabriela Vázquez