viernes, 16 de junio de 2017

Cuento

Una fiel alianza con el viento

Su despertador renovaba el desafío, día tras día, a las 3 de la mañana. Él lo apagaba, llave en mano (ya despierto, vestido y afeitado), a punto de despedirse de nosotras con un abrazo silencioso.
¿Cuál sería la razón indescifrable de papá para mostrarse tan entusiasta cada madrugada? Al tanto de mis dudas y sospechas, mamá su cómplice— aprendió a proteger de mi curiosidad voraz aquel secreto, esperando el momento en que pudiera comprenderlo.
Nunca le pregunté por los motivos de la sonrisa intacta que llevaba en su rostro fatigado. No hacía falta. Jamás lo había oído protestando por su histórica carencia de sueño o de descanso. ¡Era evidente que disfrutaba de su oficio como nadie! Pero ¿por qué? Mi corta edad nada entendía aún de vocaciones ni del sentido de la vida.
Las noticias de los periódicos solían ser muy poco alentadoras.  Sin embargo, él se sentía capaz de lograr que hasta el más agorero de sus clientes aceptara, al leerlos, la perspectiva fugaz de la esperanza.
Los domingos por la tarde, algunas veces, íbamos los cuatro juntos a la plaza. Lo recuerdo maravillado en las hamacas, viendo cómo el aire jugueteaba a despeinarnos.  Creo que ese fue el primer indicio. O quizás el primero haya sido su mirada absorta en aquellas páginas escritas y olvidadas, flameando libres en el luminoso patio de mi infancia.
Lo cierto es que un domingo de verano, mi padre propuso una aventura diferente… mi hermana y yo visitaríamos, temprano, su venerado rincón de papel, frío y tinta.
Entonces sí, descubrimos el misterio: Ni los titulares de los diarios, ni la nocturna soledad, ni la impactante luna escoltándolo en el cielo despejado de Avenida Corrientes eran los responsables de su satisfacción a toda prueba. Se trataba del viento.
Hoy resulta imposible separar la historia privada de su voz, de la pública leyenda de su esquina. Es que han estado arremolinándose durante medio siglo.   Tal vez por eso, cuando le decimos que ya es tiempo de dejar su trabajo para quedarse tranquilo bajo techo, jura, casi a los gritos, que eso no ocurrirá mientras viva. Luego le guiña un ojo a la brisa mansa que le acaricia con ternura las mejillas y vuelve a sonreír.
¿Cómo no nos dimos cuenta?   La causa que le impide a papá el abandono prematuro de ese espacio abierto, íntimo y anónimo, es la misma que  en mi niñez  lo empujaba a levantarse de un salto antes de que el reloj lo desafiara.
Y si se niega a interrumpir la perfecta amistad que hilvanó con el viento, es porque allí, en su porción de intemperie conquistada,  guarda 50 años de anécdotas únicas que habrá de contarles, apasionadamente, a los futuros hijos de sus nietos.
Silvia Gabriela Vázquez

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