Un gesto humano
"Las palabras nunca
alcanzan cuando lo que hay que decir
desborda el alma". (Julio
Cortázar)
Los tres jóvenes habían recorrido los cinco
continentes en sus naves veloces, sostenibles e idénticas, sin éxito.
(Siempre consideré absurdo que hubiera
espacio para un solo tripulante en la cabina. Ya no. Es lamentable, pero terminé
por aceptar que hemos ido perdiendo la capacidad de comunicarnos frente a
frente y que la soledad ha logrado imponerse).
La idea había sido de Julián. O mejor
dicho, de su padre. Don Carlos solía ir y venir de China los fines de semana.
(Tal vez por eso, su nave necesitaba un
service por mes… ¡eran demasiados kilómetros!)
Compraba estatuas de la libertad y torres
Eiffel en miniatura, réplicas del Cristo Redentor, La Alhambra o el obelisco
porteño, que luego vendía en su bazar de
Once, en Buenos Aires.
Esa noche, mientras ambos compartían el
ritual de colocarse el chip con el desayuno para el día siguiente, surgió el
comentario acerca del cofre.
-Existe,
te lo aseguro. Me lo contó un proveedor de confianza. Fue ayer, en Yiwu, cuando
cargábamos las cajas con souvenirs. Parece que aún está en el fondo del océano,
en un barco pirata abandonado, aunque las coordenadas han caído en el olvido.
Julián no se sorprendió. La pandemia de amnesia que había azotado al
mundo en las últimas décadas hacía que nadie recordara las fechas de cumpleaños
de sus seres queridos, ni los aniversarios (quizá porque sabían que facebook lo
haría por ellos), ni mucho menos un par de números y letras sin sentido.
Las dificultades para orientarse habían
vuelto complicado el diagnóstico diferencial entre quien padecía un Alzheimer precoz y quien simplemente había
salido de su casa sin su smartphone.
La distracción era un síntoma generalizado,
en parte culpa del multitasking
digital y un poco también por las interrupciones de los aullidos que provenían
de la calle cada vez que un autómata inexperto se llevaba por delante a alguien
de a pie, en su lógica ceguera involuntaria.
-Son
toneladas de joyas. ¡Oro, plata, diamantes! Y hay algo más que nadie sabe cómo
explicar pero he oído que forma parte del botín.
Al principio no le creyeron, había
inventado historias similares otras veces. Sin embargo, en esta oportunidad
parecía creíble y dado que era época de vacaciones y la mayoría había elegido
veranear fuera de los límites planetarios, podrían hacer la travesía sin
levantar sospechas.
Todo iba bien, hasta que una falla en el
GPS los arrojó en este pueblito detenido en el tiempo. Sin internet, 4G, ni conexión eléctrica siquiera.
(Una aclaración: Si están leyendo esta
historia es porque ustedes y yo no habitamos en la misma dimensión. ¡Las cosas
cambiaron tanto desde entonces! La gente
entendió que era imposible continuar viviendo como nosotros lo hacíamos y optó
por desempolvar sus libros, sus lápices, su voz y en especial, su música, para
expresar todo aquello que los androides no habían podido).
¿Que qué pasó con los tres jóvenes? Ellos
jamás regresaron a sus vidas cotidianas. No se acordaron, tampoco, de aquello
que habían venido a buscar, cada cual en su nave y por razones insólitas.
Hacía tantas décadas que no eran testigos
de una mirada profunda, una sonrisa genuina, una sincera y cálida palmada en el
hombro o la emoción contenida en una lágrima…
Según Julián –mi Julián- las escenas que se veían desde las ventanillas parecían
coreografiadas por un ser de otro siglo:
Los niños jugaban entre sí, tomándose de
las manos, girando en círculo, cantando…
¡Los teléfonos eran atendidos por personas!
Las parejas se hacían preguntas y encontraban
respuestas en los ojos del otro…
Ustedes, terrícolas nacidos en el siglo XX,
no me van a creer, pero en aquella era
–la de los robots- un mínimo gesto auténticamente humano tenía un valor que
superaba al de cualquier tesoro de piratas.
Silvia
Gabriela Vázquez