miércoles, 28 de marzo de 2018


Un gesto humano
"Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir
 desborda el alma". (Julio Cortázar)

     Los tres jóvenes habían recorrido los cinco continentes en sus naves veloces, sostenibles e idénticas, sin éxito.
     (Siempre consideré absurdo que hubiera espacio para un solo tripulante en la cabina. Ya no. Es lamentable, pero terminé por aceptar que hemos ido perdiendo la capacidad de comunicarnos frente a frente y que la soledad ha logrado imponerse).
     La idea había sido de Julián. O mejor dicho, de su padre. Don Carlos solía ir y venir de China los fines de semana.
     (Tal vez por eso, su nave necesitaba un service por mes… ¡eran demasiados kilómetros!)
     Compraba estatuas de la libertad y torres Eiffel en miniatura, réplicas del Cristo Redentor, La Alhambra o el obelisco porteño, que luego vendía  en su bazar de Once, en Buenos Aires.
     Esa noche, mientras ambos compartían el ritual de colocarse el chip con el desayuno para el día siguiente, surgió el comentario acerca del cofre.
     -Existe, te lo aseguro. Me lo contó un proveedor de confianza. Fue ayer, en Yiwu, cuando cargábamos las cajas con souvenirs. Parece que aún está en el fondo del océano, en un barco pirata abandonado, aunque las coordenadas han caído en el olvido.
     Julián no se sorprendió.  La pandemia de amnesia que había azotado al mundo en las últimas décadas hacía que nadie recordara las fechas de cumpleaños de sus seres queridos, ni los aniversarios (quizá porque sabían que facebook lo haría por ellos), ni mucho menos un par de números y letras sin sentido.
     Las dificultades para orientarse habían vuelto complicado el diagnóstico diferencial entre quien padecía un Alzheimer precoz y quien simplemente había salido de su casa sin su smartphone.
     La distracción era un síntoma generalizado, en parte culpa del multitasking digital y un poco también por las interrupciones de los aullidos que provenían de la calle cada vez que un autómata inexperto se llevaba por delante a alguien de a pie, en su lógica ceguera involuntaria.
     -Son toneladas de joyas. ¡Oro, plata, diamantes! Y hay algo más que nadie sabe cómo explicar pero he oído que forma parte del botín.
     Al principio no le creyeron, había inventado historias similares otras veces. Sin embargo, en esta oportunidad parecía creíble y dado que era época de vacaciones y la mayoría había elegido veranear fuera de los límites planetarios, podrían hacer la travesía sin levantar sospechas.
     Todo iba bien, hasta que una falla en el GPS los arrojó en este pueblito detenido en el tiempo. Sin internet,  4G, ni conexión eléctrica siquiera.
     (Una aclaración: Si están leyendo esta historia es porque ustedes y yo no habitamos en la misma dimensión. ¡Las cosas cambiaron tanto desde entonces!  La gente entendió que era imposible continuar viviendo como nosotros lo hacíamos y optó por desempolvar sus libros, sus lápices, su voz y en especial, su música, para expresar todo aquello que los androides no habían podido).
     ¿Que qué pasó con los tres jóvenes? Ellos jamás regresaron a sus vidas cotidianas. No se acordaron, tampoco, de aquello que habían venido a buscar, cada cual en su nave y por razones insólitas.
     Hacía tantas décadas que no eran testigos de una mirada profunda, una sonrisa genuina, una sincera y cálida palmada en el hombro o la emoción contenida en una lágrima…
     Según Julián –mi Julián- las escenas que se veían desde las ventanillas parecían coreografiadas por un ser de otro siglo:
     Los niños jugaban entre sí, tomándose de las manos, girando en círculo, cantando…
     ¡Los teléfonos eran atendidos por personas!
     Las parejas se hacían preguntas y encontraban respuestas en los ojos del otro…
     Ustedes, terrícolas nacidos en el siglo XX, no me van a creer, pero en aquella era –la de los robots- un mínimo gesto auténticamente humano tenía un valor que superaba al de cualquier tesoro de piratas.

Silvia Gabriela Vázquez