sábado, 16 de junio de 2018



De fútbol, no sé nada… 
                                                                                                      Silvia Gabriela Vázquez

 
Desde que tenía 4 ó 5 años, Leo Re acostumbraba a preguntarse cómo era posible que a la gente no se le notaran los recuerdos. Creía que algo podría dejarlos en evidencia.
En aquella época, por ejemplo, solía mirar fijamente a los demás niños para revelar cuáles de ellos habían conseguido ver en persona a su ídolo, una estrella del fútbol.
Si bien, con el tiempo, iba perdiendo certezas (desde el Cuco hasta el ratón Pérez, pasando por los Reyes Magos y Papá Noel), mantenía intacta su teoría acerca de la visibilidad de los recuerdos.
Una tarde, un compañero le habló de los goles del “10” que había disfrutado, en vivo, la semana anterior.  Al principio lo abrazó con alegría para contagiarse ese cambio espiritual que según sus convicciones debía ocurrir ante un hecho de tal magnitud.  Luego, comenzó a vacilar sobre su veracidad ¡No entendía cómo, sentándose juntos, no se había dado cuenta todavía!  Nada en su aspecto físico o su tono de voz delataba la emoción incontenible de haber visto de cerca a su jugador favorito.  No le quedó otra opción que poner en duda su hipótesis.  Tal vez, las huellas de satisfacción por haber saludado a un cantante admirado, ganar un sorteo o izar la bandera en un acto escolar, no eran visibles desde afuera, después de todo…
Ese descubrimiento fue su gran desilusión.  Ninguna de las decepciones que sufriría en su adultez sería tan brusca ni tan dolorosa. Quizá porque las siguientes lo encontraron menos débil e ingenuo. O más desconfiado y astuto.
       “¡Quiero jugar a la pelota!” pensó un domingo, mientras escuchaba un reportaje al “10” en la radio  y ahí nomás se calzó los botines.  No me pregunten de qué equipo era… de fútbol no sé nada.  Nunca he jugado un partido más que con onomatopeyas.
En el primer entrenamiento les repartieron pecheras negras a unos, amarillas a otros  y fue inolvidable.  Llegó agotado, se tumbó sobre un sillón, se durmió con la ropa puesta y soñó las mismas imágenes que insistirían noche a noche, con mínimas variaciones,  durante años…
Desde las gradas de “la Bombonera”, 49.000 fanáticos coreaban su nombre.  La ovación lo rodeaba de tal modo que podía atravesar el estadio suspendido en el aire, hasta descender frente a un hada que le hacía la pregunta perfecta. 
Apenas respondía que su deseo era ser goleador, se veía a punto de marcar un tanto.  Mas el asombro se le volvía en contra cuando, en el minuto final —en medio de abucheos—, sus pies se adherían al césped, dejando a la hinchada boquiabierta como en una foto y  a sus oídos, huérfanos de gloria. 
      
De fútbol no sé nada de nada, pero en el barrio dicen que Leo habría sido famoso si no hubiese escalado ese maldito tobogán sin escalones. 
      
Un trágico martes, destinado a ser célebre, la euforia, la distracción y la negligencia se conjugaron.  Después de entrenar con el Pato, el Cantaor y el Flaco,  Leo se trepó al tobogán (al revés, como lo hacía de pequeño), sólo que esta vez no había niños para gambetear a contramano.  Al llegar a la cima, su pie derecho buscó el primer peldaño, pero alguien había quitado la escalera para repararla y el suelo era de cemento…      
¡Justo el día que iba a debutar en la Bombonera se quebró un tobillo!

Dos meses de reposo destejieron sus anhelos.  Su madre mal asesorada por un abogado ambicioso y mediocre  emprendió un interminable juicio contra la Municipalidad por el mal estado de la plaza, perdiendo la esperanza y sus últimos ahorros en el intento.

Desde que ocurrió aquello, dejó de importarle casi todo y empezó a fastidiarse por la lluvia, el sol, las caricias… incluso su apellido.  Por breve, por común, por anodino. Hubiera preferido llamarse Titarelli, Baracaldo o Samaniego,  para durar, en la garganta del relator, más que su insípido “Re” heredado.

—“Re”… No es más que una grave nota musical murmuraba, una exageración, un cruel tartamudeo, un latiguillo de adolescentes aburridos.
Y aunque el Flaco, con su incomparable sentido del humor, le hacía notar cuántos padres tacaños alentarían a sus hijos a llevar su efímero patronímico (y no otro) en la camiseta, o lo fácil que sería para los jóvenes tatuárselo o, para la hinchada, dedicarle cánticos, él no tenía consuelo. 

Un lunes halló el horizonte en un cuaderno…
“Creí que sería un jugador magnífico, pero mi vida se deslizó al vacío.  Entonces, renací en un libro” — rezaba su prólogo.

Exorcizada la bronca, los renglones ampararon sus anécdotas: Los incontables clásicos con los chicos del barrio;  los raspones en las rodillas; las discusiones por los penales; aquel gol de una vereda a otra; los encuentros tácticos en la esquina del colegio…

Las páginas se extinguieron antes de que pudiera narrar la pelea por una falta, el esguince que sufrió el Pato como saldo y las inofensivas amenazas de su abuela cuando ambos hicieron trizas el jarrón del living con un pelotazo. No obstante, continuó escribiendo en su memoria.

Transcurrieron siglos desde aquel tobogán que lo acercó al abismo.
Hoy Leo Re camina sin problemas, es director técnico de un club reconocido, tiene una esposa y dos hijos que juegan maravillosamente bien al fútbol. 
Y si su equipo pierde, su amigo el Cantaor, que sabe cómo convertirse en bailaor si es necesario, lo anima improvisando unos apasionados pasos de flamenco. 
Sin embargo, cada vez que pasa por el parque, un viejo dolor le balbucea un tango y no hay duende andaluz que le quite, del cuerpo, la nostalgia.

De fútbol no sé nada, pero me atrevo a afirmar que su infantil teoría acerca de la visibilidad de los recuerdos no era tan descabellada.  A veces, los recuerdos se notan… 
                                                                                           
                                                                                           

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