De fútbol, no sé nada…
Silvia Gabriela Vázquez
Desde que tenía 4 ó 5 años, Leo Re
acostumbraba a preguntarse cómo era posible que a la gente no se le notaran los
recuerdos. Creía que algo podría dejarlos en evidencia.
En aquella época, por ejemplo, solía mirar
fijamente a los demás niños para revelar cuáles de ellos habían conseguido ver
en persona a su ídolo, una estrella del fútbol.
Si bien, con el tiempo, iba perdiendo
certezas (desde el Cuco hasta el ratón Pérez, pasando por los Reyes Magos y
Papá Noel), mantenía intacta su teoría acerca de la visibilidad de los
recuerdos.
Una tarde, un compañero le habló de los goles
del “10” que había disfrutado, en vivo, la semana anterior. Al
principio lo abrazó con alegría para contagiarse ese cambio espiritual que —según
sus convicciones— debía ocurrir ante un hecho de tal
magnitud. Luego, comenzó a vacilar sobre
su veracidad ¡No entendía cómo, sentándose juntos, no se había dado cuenta
todavía! Nada en su aspecto físico o su tono
de voz delataba la emoción incontenible de haber visto de cerca a su jugador
favorito. No le quedó otra opción que
poner en duda su hipótesis. Tal vez, las
huellas de satisfacción por haber saludado a un cantante admirado, ganar un
sorteo o izar la bandera en un acto escolar, no eran visibles desde afuera,
después de todo…
Ese descubrimiento
fue su gran desilusión. Ninguna de las
decepciones que sufriría en su adultez sería tan brusca ni tan dolorosa. Quizá
porque las siguientes lo encontraron menos débil e ingenuo. O más desconfiado y
astuto.
— “¡Quiero jugar a la pelota!” — pensó un
domingo, mientras escuchaba un reportaje al “10” en la radio— y ahí nomás se calzó los
botines. No me pregunten de qué equipo
era… de fútbol no sé nada. Nunca he jugado
un partido más que con onomatopeyas.
En el primer entrenamiento les repartieron
pecheras — negras a
unos, amarillas a otros— y fue inolvidable. Llegó agotado, se tumbó sobre un sillón, se
durmió con la ropa puesta y soñó las mismas imágenes que insistirían noche a
noche, con mínimas variaciones, durante
años…
Desde las gradas de “la Bombonera”, 49.000
fanáticos coreaban su nombre. La ovación
lo rodeaba de tal modo que podía atravesar el estadio suspendido en el aire,
hasta descender frente a un hada que le hacía la pregunta perfecta.
Apenas respondía que su deseo era ser
goleador, se veía a punto de marcar un tanto.
Mas el asombro se le volvía en contra cuando, en el minuto final —en medio de abucheos—, sus pies se adherían al
césped, dejando a la hinchada boquiabierta como en una foto y a sus oídos, huérfanos de gloria.
De fútbol no sé nada de nada, pero en el
barrio dicen que Leo habría sido famoso si no hubiese escalado ese maldito
tobogán sin escalones.
Un trágico martes, destinado a ser célebre,
la euforia, la distracción y la negligencia se conjugaron. Después de entrenar con el Pato, el Cantaor y el Flaco,
Leo se trepó al tobogán (al revés, como lo hacía de pequeño), sólo que
esta vez no había niños para gambetear a contramano. Al llegar a la cima, su pie derecho buscó el
primer peldaño, pero alguien había quitado la escalera para repararla y el
suelo era de cemento…
¡Justo el día que iba a debutar en la
Bombonera se quebró un tobillo!
Dos meses de reposo destejieron sus
anhelos. Su madre —mal asesorada por un
abogado ambicioso y mediocre— emprendió un interminable juicio contra la
Municipalidad por el mal estado de la plaza, perdiendo la esperanza y sus
últimos ahorros en el intento.
Desde que ocurrió aquello, dejó de importarle
casi todo y empezó a fastidiarse por la lluvia, el sol, las caricias… incluso
su apellido. Por breve, por común, por
anodino. Hubiera preferido llamarse Titarelli, Baracaldo o Samaniego, para durar, en la garganta del relator, más
que su insípido “Re” heredado.
—“Re”… No es más que una grave nota musical —murmuraba—, una exageración, un cruel tartamudeo, un latiguillo de adolescentes
aburridos.
Y aunque el
Flaco, con su incomparable sentido del humor, le hacía notar cuántos padres
tacaños alentarían a sus hijos a llevar su efímero patronímico (y no otro) en
la camiseta, o lo fácil que sería — para los jóvenes— tatuárselo o, para la hinchada, dedicarle cánticos, él no tenía
consuelo.
Un lunes halló el horizonte en un cuaderno…
— “Creí que sería un jugador magnífico, pero mi vida se deslizó al
vacío. Entonces, renací en un libro” — rezaba su prólogo.
Exorcizada la bronca, los renglones ampararon
sus anécdotas: Los incontables clásicos con los chicos del barrio; los raspones en las rodillas; las discusiones
por los penales; aquel gol de una vereda a otra; los encuentros tácticos en la
esquina del colegio…
Las páginas se extinguieron antes de que
pudiera narrar la pelea por una falta, el esguince que sufrió el Pato como saldo y las inofensivas
amenazas de su abuela cuando ambos hicieron trizas el jarrón del living con un
pelotazo. No obstante, continuó escribiendo en su memoria.
…
Transcurrieron siglos desde aquel tobogán que
lo acercó al abismo.
Hoy Leo Re camina sin problemas, es director
técnico de un club reconocido, tiene una esposa y dos hijos que juegan
maravillosamente bien al fútbol.
Y si su equipo pierde, su amigo el Cantaor, que sabe cómo convertirse en
bailaor si es necesario, lo anima improvisando unos apasionados pasos de
flamenco.
Sin embargo, cada vez que pasa por el parque,
un viejo dolor le balbucea un tango y no hay duende andaluz que
le quite, del cuerpo, la nostalgia.
De fútbol no sé nada, pero me atrevo a
afirmar que su infantil teoría acerca de la visibilidad de los recuerdos no era
tan descabellada. A veces, los recuerdos
se notan…
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