Resiliencia
El enojo se había
transformado en el bastón infame que sostenía su vida. Se había aferrado a él, desesperado, con las
uñas que ya no le quedaban de tanta noche insomne esperando que el mundo fuera
como era antes cuando se despertara.
Era un equilibrista
caminando a los tumbos entre el dolor que había dejado atrás, oculto (envuelto entre
las capas de su ira) y la pregunta incómoda que, a veces, le arrojaban los
otros en la cara:
-¿Vas a luchar o no por lo
que es tuyo?
En los últimos años lo había
perdido todo: un empleo seguro, su casa, su salud y sus proyectos. Como en una
película de argumento trillado lo habían traicionado su mujer y su amigo
delante de sus ojos. No pudo levantarse después del golpe exacto recibido en el
pecho, confirmando que todas sus sospechas antiguas habían sido ciertas.
Desde entonces sus días no
fueron más que nada, un desierto inaudito con su áspera arena invadiendo sus
ganas, un silencio profundo dibujado en el aire, como un globo de diálogo vacío.
Un domingo cualquiera
despertó -había dormido, después de mucho tiempo- con los puños abiertos. Eso
le permitió reconocer sus manos y entender que podía construir algo nuevo.
Desenrolló paciente la
maraña de culpas, penas, broncas, rencores. Fue quitando las piedras y
entregando los hilos -anudados, confusos- a sus ignotos dueños.
Ya no se tuvo lástima. Y
así, con el camino despejado, recuperó de a poco la ternura, la confianza, la
luz en la mirada, la posibilidad innegable de un futuro distinto, sin bastones
inútiles.
Encontró la respuesta que se
había olvidado de buscar en sí mismo. Ahora es un acróbata que logra atravesar
las pruebas necesarias con las alas que otorga el precipicio.
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