lunes, 17 de diciembre de 2018



El otro día…

            Cuando era niña, papá solía comenzar así todas sus anécdotas, aún cuando el hecho hubiera ocurrido varios meses antes, o incluso dos décadas atrás.   Todavía lo hace.
            Jamás ha perdido esa costumbre, a pesar de las reiteradas críticas recibidas en las sobremesas familiares por llevarnos a confundir los tiempos.  Los lugares no.  El escenario siempre es el mismo.  Es que su mundo se centra en esa esquina de papel, viento y preguntas.

            El diálogo, infinitamente repetido, es más o menos así:

            -El otro día vino a comprarme ese famoso que habla en el noticiero de la tarde.
            -¿Quién?
            -¿En qué canal está?
            -¿Es simpático?

            -¡Yo qué sé cómo es, dónde trabaja ni cómo se llama! Nada más le vendí lo que pidió.
            Pero después de esa respuesta decepcionante, viene la mejor parte. No hay visita a su puesto de diarios que no termine en una historia capaz de desatarnos sonrisas o conmovernos.
            ¿Verdad? ¿Invento? ¿Cómo podría desmentirlo? Él es el único que ha  estado allí, protegiéndose del frío con su abrigo de palabras.
            Quién ha sido, en cada caso, el célebre cliente, forma parte de aquel mito que se sigue sosteniendo del suspenso de su voz, el movimiento de sus manos y sus ojos, el cuidado del ritmo, el tono, la respiración... 
            Cada vez que nos narra esos breves instantes transcurridos entre el saludo amable, la entrega de primicias escritas, el intercambio fugaz de monedas y la despedida -a veces, en silencio- deja en claro tanto sus dotes de actor como de guionista.
            Como lo hizo, por ejemplo, aquel 25 de diciembre, hace cuarenta años.  Mientras repartía los platos con la deliciosa ensalada rusa de mamá (adornada con palmitos, arvejas y jamón crudo), recordó una de sus leyendas más increíbles.
            Se acordó de aquella madrugada atemporal en la que un boxeador, por entonces campeón mundial (se lo juro), había aparecido borracho y sin un peso, a pedirle dinero para un taxi. Tenía que ir desde el Luna Park hasta un bar en Avenida de Mayo: el London City. Iba a firmar un contrato millonario. Le habían propuesto protagonizar una película sobre su vida. El film nunca se estrenó, pero el personaje principal regresó a saldar su deuda.
            -Hola Canilla, te invito a tomar un café en el London (parece que le dijo). Te voy a presentar a un gigante que no boxea, pero se pasa el día escribiendo en una silla del fondo. Es rarísimo el tipo, no levanta la cabeza de la página.
            El gigante -lo supe mucho después- era Julio Cortázar.
            ¿Que si le creo? Sí, es mi padre.  Y debería haber sido novelista.  Si sus intrigas fantásticas y únicas fueran publicadas, serían best seller, estoy segura.
            Cada anécdota suya es digna de ocupar la portada de esas mismas revistas de colección que sus dedos, manchados de tinta, separan de la pila para que otros se enteren cómo va todo por aquí y quizás un poco más lejos.
            Es en Navidad cuando sus reseñas casi cobran vida, potenciadas por las miradas expectantes de los comensales que llegan a olvidar el burbujeo de las copas y retrasar el brindis de las doce sólo para escucharlo.
            Me lo imagino ahora, en pleno diciembre, parado junto a su enclenque banquito de madera, en el preciso momento en que la noche empieza a disiparse, anotando vivencias en un espacio en blanco del periódico…
            Rescatando semillas de anécdotas sobre cosas que le pasaron el otro día -vaya uno a saber cuándo- y que querrá contarnos, con un trozo de turrón de Alicante en una mano y un puñado de nueces en la otra, durante la próxima mesa navideña.

                                                                            Silvia Gabriela Vázquez

jueves, 8 de noviembre de 2018

La pregunta

“Si no fuera cobarde, sí, más fuerte,/ en un rayo pudiera por la boca/ expulsar este miedo a la muerte” (A. Gamoneda, 2003)

Hoy es 2 de noviembre y, en México, la muerte anda hablando en voz alta como un amigo íntimo que no tiene temor a que lo juzguen. La soledad, su cómplice, permanece casi inmóvil escuchándola, pensando qué decir cuando llegue su turno.  Y Luis, que -como cualquiera de nosotros- conoce muy poco sobre la primera, y de la segunda, muchísimo más de lo que quisiera, no podrá decidir a quién creerle.

Él vive en Buenos Aires, con un gato, dos perros y una desilusión antigua siempre a cuestas. Y dado que no hubo, en noventa y dos años, nadie que le enseñara a entender las ausencias de esta otra manera, busca aprenderlo ahora, observando.

Tal vez por eso mira, absorto en la pantalla, cómo entregan ofrendas y entonan melodías las alegres familias mexicanas que el noticiero muestra.

-No parece tan malo… dejar deshabitado… el cuerpo que padece el embate impiadoso de la edad,  balbucea, como si recitara.  Entonces se le ocurre acudir al azar.

Deshoja margaritas y con ellas, acaso, despelleja su suerte, desata sus terrores, los conjura.  Todo en un único gesto, el de la mano pálida quitándole lo blanco a esa flor que lo espera en la maceta y le obsequia su centro de perfume amarillo.

-¿Yo me voy o me quedo?, le pregunta.  Como si estar aquí le interesara menos que encontrar esa respuesta de inmediato, como si precisara una palabra exacta de tres o cuatro sílabas para ver completado un crucigrama.

Es que -a diferencia de sus compañeros frágiles y añosos- le teme a muchos desenlaces, pero no a la muerte. Al hambre, a la injusticia, a la duda insistente, a la certeza necia, a la mentira. A los fantasmas no. Sabe que existen. Comprende que algún día él va a ser uno de ellos. Eso lo tranquiliza y hace que los espere con la mesa servida, el mantel impecable, sin arrugas, los tres últimos pétalos a punto de indicarle su destino…

Y de pronto el olvido: ese maldito mal (la enfermedad de Alzheimer), que le diagnosticaron cuando estaba aún a tiempo de recordar cuál era la sentencia reciente de su voz temblorosa:

-¿Qué fue lo que yo dije? –interroga a la flor que, entre sus dedos, no hace otra cosa que ignorar su urgencia.

-¿Qué habré dicho en el pétalo anterior? ¿Me voy?¿O me quedo?  

                                                                                                      Silvia Gabriela Vázquez

sábado, 20 de octubre de 2018

Resiliencia de otoño


Resiliencia de otoño

Siempre me he preguntado en esta etapa
de hojas desmayadas, día breve,
resbaladiza marcha cuando llueve
y un viento que levanta la solapa…

¿Por qué regresará con su tijera
a recortar perfumes y colores,
(envidiando sus ocres y marrones),
celosa, la soberbia primavera?

Siempre me ha parecido que el otoño
tiene algo de suspenso y de nostalgia,
mas compensa su duelo y su neuralgia
la estoica rebeldía del retoño…

Ese brote  anhelante y persuasivo
que nace aunque no sea su momento
y acepta esperanzado, sin lamento,
la incomprensible autopsia de lo vivo.

domingo, 29 de julio de 2018


Haiku rebelde escrito en La Mancha
                           
Cualquiera sabe
que en el haiku no hay rima:
este es distinto.

Por simple instinto
estuvo desde antes
aquí en mis ojos.

Con sus manojos
de música y de ríos
flores, poesía.

¡Tan tuya y mía,
es la ilusión que envuelve
este paisaje!

Es otro el traje
que ha de vestir un haiku,
lo he aprendido.

Pero decido
ser agua, piedra, ciclo,
naturaleza.

Es mi certeza:
volver haiku al recuerdo,
verano estrella.

Pues dejan huella
castañuelas y jotas,
en la vendimia.

¿Será su alquimia
de azafrán y tomillo,
de fiesta y puente?

Es diferente,
es única La Mancha,
carnaval bello.

Puro destello:
San Antón, San Isidro,
huertos floridos.

Y los sentidos
con su festival propio
¡Los miguelitos!

Mágicos ritos
atravesando el viaje
de don Quijote.

Haré que brote
en mi haiku rebelde
algo que una…

Como esa luna
que iluminó la noche
y fuimos uno.

¡Qué inoportuno,
último sol que huye!
¡Qué viento traidor!

Brindemos mi amor
(nuestro sueño lo intuye)
¡Por el verano!