La
pregunta
“Si no fuera cobarde, sí,
más fuerte,/ en un rayo pudiera por la boca/ expulsar este miedo a la muerte”
(A. Gamoneda, 2003)
Hoy
es 2 de noviembre y, en México, la muerte anda hablando en voz alta como un
amigo íntimo que no tiene temor a que lo juzguen. La soledad, su cómplice, permanece
casi inmóvil escuchándola, pensando qué decir cuando llegue su turno. Y Luis, que -como cualquiera de nosotros-
conoce muy poco sobre la primera, y de la segunda, muchísimo más de lo que
quisiera, no podrá decidir a quién creerle.
Él vive en Buenos Aires, con
un gato, dos perros y una desilusión antigua siempre a cuestas. Y dado que no
hubo, en noventa y dos años, nadie que le enseñara a entender las ausencias de
esta otra manera, busca aprenderlo ahora, observando.
Tal vez por eso mira, absorto
en la pantalla, cómo entregan ofrendas y entonan melodías las alegres familias
mexicanas que el noticiero muestra.
-No
parece tan malo… dejar deshabitado… el cuerpo que padece el embate impiadoso de
la edad, balbucea, como si
recitara. Entonces se le ocurre acudir
al azar.
Deshoja margaritas y con
ellas, acaso, despelleja su suerte, desata sus terrores, los conjura. Todo en un único gesto, el de la mano pálida
quitándole lo blanco a esa flor que lo espera en la maceta y le obsequia su
centro de perfume amarillo.
-¿Yo me voy o me quedo?, le pregunta. Como si estar aquí le interesara menos que
encontrar esa respuesta de inmediato, como si precisara una palabra exacta de
tres o cuatro sílabas para ver completado un crucigrama.
Es
que -a diferencia de sus compañeros frágiles y añosos- le teme a muchos
desenlaces, pero no a la muerte. Al hambre, a la injusticia, a la duda
insistente, a la certeza necia, a la mentira. A los fantasmas no. Sabe que
existen. Comprende que algún día él va a ser uno de ellos. Eso lo tranquiliza y
hace que los espere con la mesa servida, el mantel impecable, sin arrugas, los tres
últimos pétalos a punto de indicarle su destino…
Y
de pronto el olvido: ese maldito mal (la enfermedad de Alzheimer), que le diagnosticaron
cuando estaba aún a tiempo de recordar cuál era la sentencia reciente de su voz
temblorosa:
-¿Qué fue lo que yo dije? –interroga a la flor que, entre sus dedos,
no hace otra cosa que ignorar su urgencia.
-¿Qué habré dicho en el
pétalo anterior? ¿Me voy?¿O me quedo?
Silvia Gabriela Vázquez
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