El otro día…
Cuando era niña, papá solía comenzar
así todas sus anécdotas, aún cuando el hecho hubiera ocurrido varios meses
antes, o incluso dos décadas atrás. Todavía
lo hace.
Jamás ha perdido esa costumbre, a
pesar de las reiteradas críticas recibidas en las sobremesas familiares por
llevarnos a confundir los tiempos. Los
lugares no. El escenario siempre es el
mismo. Es que su mundo se centra en esa
esquina de papel, viento y preguntas.
El diálogo, infinitamente repetido,
es más o menos así:
-El
otro día vino a comprarme ese famoso que habla en el noticiero de la tarde.
-¿Quién?
-¿En
qué canal está?
-¿Es
simpático?
-¡Yo
qué sé cómo es, dónde trabaja ni cómo se llama! Nada más le vendí lo que pidió.
Pero después de esa respuesta
decepcionante, viene la mejor parte. No hay visita a su puesto de diarios que
no termine en una historia capaz de desatarnos sonrisas o conmovernos.
¿Verdad? ¿Invento? ¿Cómo podría
desmentirlo? Él es el único que ha estado allí, protegiéndose del frío con su
abrigo de palabras.
Quién ha sido, en cada caso, el
célebre cliente, forma parte de aquel mito que se sigue sosteniendo del
suspenso de su voz, el movimiento de sus manos y sus ojos, el cuidado del ritmo,
el tono, la respiración...
Cada vez que nos narra esos breves
instantes transcurridos entre el saludo amable, la entrega de primicias
escritas, el intercambio fugaz de monedas y la despedida -a veces, en silencio-
deja en claro tanto sus dotes de actor como de guionista.
Como lo hizo, por ejemplo, aquel 25
de diciembre, hace cuarenta años. Mientras
repartía los platos con la deliciosa ensalada rusa de mamá (adornada con
palmitos, arvejas y jamón crudo), recordó una de sus leyendas más increíbles.
Se acordó de aquella madrugada atemporal
en la que un boxeador, por entonces campeón mundial (se lo juro), había
aparecido borracho y sin un peso, a pedirle dinero para un taxi. Tenía que ir
desde el Luna Park hasta un bar en Avenida de Mayo: el London City. Iba a
firmar un contrato millonario. Le habían propuesto protagonizar una película
sobre su vida. El film nunca se estrenó, pero el personaje principal regresó a
saldar su deuda.
-Hola
Canilla, te invito a tomar un café en
el London (parece que le dijo). Te
voy a presentar a un gigante que no boxea, pero se pasa el día escribiendo en una
silla del fondo. Es rarísimo el tipo, no levanta la cabeza de la página.
El gigante -lo supe mucho después-
era Julio Cortázar.
¿Que si le creo? Sí, es mi
padre. Y debería haber sido
novelista. Si sus intrigas fantásticas y
únicas fueran publicadas, serían best
seller, estoy segura.
Cada anécdota suya es digna de
ocupar la portada de esas mismas revistas de colección que sus dedos, manchados
de tinta, separan de la pila para que otros se enteren cómo va todo por aquí y
quizás un poco más lejos.
Es en Navidad cuando sus reseñas
casi cobran vida, potenciadas por las miradas expectantes de los comensales que
llegan a olvidar el burbujeo de las copas y retrasar el brindis de las doce
sólo para escucharlo.
Me lo imagino ahora, en pleno
diciembre, parado junto a su enclenque banquito de madera, en el preciso
momento en que la noche empieza a disiparse, anotando vivencias en un espacio
en blanco del periódico…
Rescatando semillas de anécdotas
sobre cosas que le pasaron el otro día -vaya
uno a saber cuándo- y que querrá contarnos, con un trozo de turrón de Alicante
en una mano y un puñado de nueces en la otra, durante la próxima mesa navideña.
Silvia Gabriela Vázquez
Muy tierno Gabriela. A mi me gustan las historias sencillas de leer como la tuya.
ResponderBorrarYo también participo en el concurso de Zenda,
https://elpedrete2.blogspot.com/2018/12/zenda-cuentos-de-navidad.html
Un cosilla, a mitad de tu cuento dices "se los juro", no sé di deberías corregirlo, al menos en el español de España debería ir en singular
Buenas tardes Pedro. Gracias por el aviso y el comentario. Muy lindo tu cuento.Te deseo felicidades para el nuevo año
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