Un hogar,
un país
Pedro y
Pilar están visitando el Museo del Prado. Y si bien no lo han dicho, ambos saben
que decidieron ir con la secreta intención de hacer algo distinto, de quebrar
la rutina. O tal vez el único motivo haya
sido caminar uno al lado del otro sin la obligación implícita de hablarse.
Él lleva un
traje azul, el ceño fruncido, los dientes apretados. Aún sin pronunciar palabra
le arroja un reproche, dos, tres, catorce… todos -o casi todos- inmerecidos.
Ella viste
una camisa blanca y cada cinco pasos extiende sus brazos pidiendo clemencia. Como
si fuese el héroe anónimo que Goya colocó de rodillas (enfrentando así a los
tiranos), en “Fusilamientos del tres de mayo”, una de sus pinturas más
inolvidables.
Recorren
los pasillos en una frágil tregua después de haber vivido varias escenas de beligerancia
inesperada en el patio, la sala, el jardín, la cocina. Pequeños actos de una
guerra invisible, silente, provocada por la indiferencia, en la que nadie gana
-por supuesto, como siempre- porque no hay nada que ganar si alguien resulta
lastimado.
Esta noche
ha descendido demasiado la temperatura -igual que en aquella enmarcada en las
paredes impecables del museo- y a ella le tiemblan los labios. Dice que no es
de frío, ni de miedo. Quizá la culpa sea de otras tiranías de las que todavía
desconoce los nombres. Sin embargo no se rinde, sólo espera un gesto de
ternura.
Entonces
Pedro mira el rostro pálido de Pilar reflejándose allí en la vitrina, y
recuerda, de pronto, cuánto la amaba -cuánto la sigue amando-, pero ya es
tarde. Las guerras, invisibles o no, van fusilando a los sueños que intentan
rebelarse, uno por uno.
Mientras,
el guía los observa a través de un espejo y se siente tentado de incluirlos en
el próximo tour para turistas...
-Aunque
esas epopeyas personales no estén documentadas -piensa en voz alta- forman
parte también de la historia de España.
Silvia Gabriela Vázquez
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