Una fiel alianza con el viento
Su despertador
renovaba el desafío, día tras día, a las 3 de la mañana. Él lo apagaba, llave
en mano (ya despierto, vestido y afeitado), a punto de despedirse de nosotras
con un abrazo silencioso.
¿Cuál sería la
razón indescifrable de papá para mostrarse tan entusiasta cada madrugada? Al
tanto de mis dudas y sospechas, mamá —su cómplice—
aprendió a proteger de mi curiosidad voraz aquel secreto, esperando el momento
en que pudiera comprenderlo.
Nunca le pregunté
por los motivos de la sonrisa intacta que llevaba en su rostro fatigado. No
hacía falta. Jamás lo había oído protestando por su histórica carencia de sueño
o de descanso. ¡Era evidente que disfrutaba de su oficio como nadie! Pero ¿por
qué? Mi corta edad nada entendía aún de vocaciones ni del sentido de la vida.
Las noticias
de los periódicos solían ser muy poco alentadoras. Sin embargo, él se sentía capaz de lograr que
hasta el más agorero de sus clientes aceptara, al leerlos, la perspectiva fugaz
de la esperanza.
Los domingos
por la tarde, algunas veces, íbamos los cuatro juntos a la plaza. Lo recuerdo maravillado
en las hamacas, viendo cómo el aire jugueteaba a despeinarnos. Creo que ese fue el primer indicio. O quizás
el primero haya sido su mirada absorta en aquellas páginas escritas y olvidadas,
flameando —libres— en el luminoso
patio de mi infancia.
Lo cierto es
que un domingo de verano, mi padre propuso una aventura diferente… mi hermana y
yo visitaríamos, temprano, su venerado rincón de papel, frío y tinta.
Entonces sí, descubrimos
el misterio: Ni los titulares de los diarios, ni la nocturna soledad, ni la impactante
luna escoltándolo en el cielo despejado de Avenida Corrientes eran los
responsables de su satisfacción a toda prueba. Se trataba del viento.
Hoy resulta
imposible separar la historia privada de su voz, de la pública leyenda de su
esquina. Es que han estado arremolinándose durante medio siglo. Tal vez por eso, cuando le decimos que ya es
tiempo de dejar su trabajo para quedarse tranquilo bajo techo, jura, casi a los
gritos, que eso no ocurrirá mientras viva. Luego le guiña un ojo a la brisa
mansa que le acaricia con ternura las mejillas y vuelve a sonreír.
¿Cómo no nos
dimos cuenta? La causa que le impide a papá el abandono prematuro
de ese espacio abierto, íntimo y anónimo, es la misma que —en mi niñez— lo empujaba a
levantarse de un salto antes de que el reloj lo desafiara.
Y si se niega
a interrumpir la perfecta amistad que hilvanó con el viento, es porque allí, en su porción de intemperie conquistada, guarda 50 años de anécdotas únicas que habrá
de contarles, apasionadamente, a los futuros hijos de sus nietos.
Silvia Gabriela Vázquez
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